El Hijo de Dios fue entregado al pueblo para que este lo crucificara. Con gritos de
triunfo, se llevaron al Salvador. Estaba débil y abatido por el cansancio, el dolor y la
sangre perdida por los azotes y golpes que había recibido. Sin embargo, le cargaron a
cuestas la pesada cruz en que pronto le clavarían. Jesús desfalleció bajo el peso. Tres
veces le pusieron la cruz sobre los hombros, y otras tres veces se desmayó. A uno de
sus discípulos, que no profesaba abiertamente la fe de Cristo, y que sin embargo creía
en él, lo tomaron y le pusieron encima la cruz para que la llevase al lugar del suplicio.
Huestes de ángeles estaban alineadas en el aire sobre aquel lugar. Algunos discípulos
de Jesús le siguieron hasta el Calvario, tristes y llorando amargamente. Recordaban su
entrada triunfal en Jerusalén pocos idas antes, cuando le habían acompañado gritando:
"¡Hosanna en las alturas!", extendiendo sus vestiduras y hermosas palmas por el
camino. Se habían figurado que iba entonces a posesionarse del reino y regir a Israel
como príncipe temporal. ¡Cuán otra era la escena! ¡Cuán sombrías las perspectivas! No
con regocijo ni con risueñas esperanzas, sino con el corazón quebrantado por el temor
y el desaliento, seguían ahora lentamente y entristecidos al que, lleno de humillaciones
y oprobios, iba a morir.
Allí estaba, la madre de Jesús con el corazón transido de una angustia como nadie que
no sea una madre amorosa puede sentir; sin embargo, también esperaba, lo mismo
que los discípulos, que Cristo, obrase algún estupendo milagro para librarse de sus
verdugos. No podía soportar el pensamiento de que él consintiese en ser crucificado.
Pero, después de hechos los preparativos, fue extendido Jesús sobre 176 la cruz.
Trajeron los clavos y el martillo. Desmayó el corazón de los discípulos. La madre de
Jesús quedó postrada por insufrible agonía. Antes de que el Salvador fuese clavado en
la cruz, los discípulos la apartaron de aquel lugar, para que no oyese el chirrido de los
clavos al atravesar los huesos y la carne de los delicados pies y manos de Cristo, quien
no murmuraba, sino que gemía agonizante. Su rostro estaba pálido y gruesas gotas de
sudor le bañaban la frente. Satanás se regocijaba de] sufrimiento que afligía al Hijo de
Dios, y sin embargo, recelaba que hubiesen sido vanos sus esfuerzos para estorbar el
plan de salvación, y que iba a perder su dominio y quedar finalmente anonadado él
mismo.
Después de clavar a Jesús en la cruz, la levantaron en alto para hincarla violentamente
en el hoyo abierto el suelo, y esta sacudida desgarró las carnes del Salvador y le
ocasionó los más intensos sufrimientos. Para que la muerte de Jesús fuese lo más
ignominiosa que se pudiese, crucificaron con él a dos ladrones, uno a cada lado. Estos
dos ladrones opusieron mucha resistencia a los verdugos, quienes por fin les sujetaron
los brazos y los clavaron en sus cruces. Pero Jesús se sometió mansamente. No
necesitó que nadie lo forzara a extender sus brazos sobre la cruz. Mientras los
ladrones maldecían a sus verdugos, el Salvador oraba en agonía por sus enemigos,
diciendo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." No sólo soportaba Cristo
agonía corporal, sino que pesaban sobre él los pecados del mundo entero.
Pendiente Cristo de la cruz, algunos de los que pasaban por delante de ella inclinaban
las cabezas como si reverenciasen a un rey y le decían "Tú que derribas el templo, y en
tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz."
Satanás había empleado las mismas palabras en el desierto "Si eres Hijo de Dios." Los
príncipes de los sacerdotes, ancianos y escribas le escarnecían diciendo: "A otros
salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el rey de Israel, descienda de la cruz, y
creeremos en el." 177 Los ángeles que se cernían sobre la escena de la crucifixión de
Cristo, se indignaron al oír el escarnio de los príncipes que decían: "Si es el Hijo de
Dios, sálvese a mismo." Deseaban libertar a Jesús, pero esto no les fue permitido. No
se había logrado todavía el objeto de su misión.
Durante las largas horas de agonía en que Jesús estuvo pendiente de la cruz, no se
olvidó de su madre, la cual había vuelto al lugar de la terrible escena, porque no le era
posible permanecer más tiempo apartada de su Hijo. La última lección de Jesús fue de
compasión y humanidad. Contempló el afligido semblante de su quebrantada madre, y
después dirigió la vista a su amado discípulo Juan. Dijo a su madre: "Mujer, he ahí tu
hijo." Y después le dijo a Juan: "He ahí tu madre." Desde aquella hora, Juan se la llevó
a su casa.
Jesús tuvo sed en su agonía, y le dieron a beber hiel y vinagre; pero al gustar el
brebaje lo rehusó. Los ángeles habían presenciado la agonía de su amado Jefe hasta
que ya no pudieron soportar aquel espectáculo, y se velaron el rostro por no ver la
escena. El sol no quiso contemplar el terrible cuadro. Jesús clamó en alta voz, una voz
que hizo estremecer de terror el corazón de sus verdugos: "Consumado es." Entonces
el velo del templo se desgarró de arriba abajo, la tierra tembló y se hendieron las
peñas. Densas tinieblas cubrieron la faz de la tierra. Al morir Jesús, pareció
desvanecerse la última esperanza de los discípulos. Muchos de ellos presenciaron la
escena de su pasión y muerte, y llenóse el cáliz dé su tristeza.
Satanás no se regocijó entonces como antes. Había esperado desbaratar el plan de
salvación; pero sus fundamentos llegaban demasiado hondo. Y ahora, por la muerte de
Cristo, conoció que él habría de morir finalmente y que su reino sería dado a Jesús.
Tuvo Satanás consulta con sus ángeles. Nada había logrado contra el Hijo de Dios, y
era necesario 178 redoblar los esfuerzos y volverse con todo su poder y astucia contra
sus discípulos. Debían Satanás y sus ángeles impedir a todos cuantos pudiesen que
recibieran la salvación comprada para ellos por Jesús. Obrando así, todavía podría
Satanás actuar contra el gobierno de Dios. También le convenía por su propio interés
apartar de Cristo a cuantos seres humanos pudiese, porque los pecados de los
redimidos con su sangre caerán al fin sobre el causante del pecado, quien habrá de
sufrir el castigo de aquellos pecados, mientras que quienes no acepten la salvación por
Jesús, la penalidad de sus propios pecados.
PRIMEROS ESCRITOS
ELENA G. DE WHITE
``Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho``
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