Los términos del pacto antiguo eran: Obedece y vivirás. "El hombre que los
hiciere, vivirá en ellos" (Eze. 20: 11; Lev. 18: 5.); pero "maldito el que no
confirmare las palabras de esta ley para cumplirlas." (Deut. 27: 26.) El nuevo pacto
se estableció sobre "mejores promesas," la promesa del perdón de los pecados y
de la gracia de Dios para renovar el corazón y ponerlo en armonía con los
principios de la ley de Dios. "Este es el pacto que haré con la casa de Israel
después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en sus entrañas, y escribiréla
en sus corazones; y. . . perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su
pecado." (Jer. 31: 33, 34.)
La misma ley que fue grabada en tablas de piedra es escrita por el Espíritu Santo
sobre las tablas del corazón. En vez de tratar de establecer nuestra propia justicia,
aceptamos la justicia de Cristo. Su obediencia es aceptada en nuestro favor.
Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo producirá los frutos del
Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos obedeciendo a la ley de Dios
escrita en nuestro corazón. Al poseer el Espíritu de Cristo, andaremos como él
anduvo. Por medio del profeta, Cristo declaró respecto a sí mismo: "El hacer tu
voluntad, Dios mío, hame agrado; y tu ley está en medio de mis entrañas." (Sal.
40: 8) Y cuando entre los hombres, dijo: "No me ha dejado el Padre; porque yo, lo
que a él agrada, hago siempre." (Juan 8: 29)
El apóstol Pablo presenta claramente la relación que existe entre la fe y la ley bajo
el nuevo pacto. Dice: "Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por
medio de 390 nuestro Señor Jesucristo." "¿Luego deshacemos la ley por la fe? En
ninguna manera; antes establecemos la ley." "Porque lo que era imposible a la ley,
por cuanto era débil por la carne [no podía justificar al hombre, porque éste en su
naturaleza pecaminosa no podía guardar la ley], Dios enviando a su Hijo en
semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la
carne; para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos
conforme a la carne, mas conforme al espíritu." (Rom. 5: 1; 3: 31; 8: 3, 4.)
La obra de Dios es la misma en todos los tiempos, aunque hay distintos grados de
desarrollo y diferentes manifestaciones de su poder para suplir las necesidades de
los hombres en los diferentes siglos. Empezando con la primera promesa
evangélica, y siguiendo a través de las edades patriarcal y judía, para llegar hasta
nuestros propios días, ha habido un desarrollo gradual de los propósitos de Dios
en el plan de la redención. El Salvador simbolizado en los ritos y ceremonias de la
ley judía es el mismo que se revela en el Evangelio. Las nubes que envolvían su
divina forma se han esfumado; la bruma y las sombras se han desvanecido; y
Jesús, el Redentor del mundo, aparece claramente visible. El que proclamó la ley
desde el Sinaí, y entregó a Moisés los preceptos de la ley ritual, es el mismo que
pronunció el sermón sobre el monte. Los grandes principios del amor a Dios, que
él proclamó como fundamento de la ley y los profetas, son sólo una reiteración de
lo que él había dicho por medio de Moisés al pueblo hebreo: "Oye, Israel: Jehová
nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de
toda tu alma, y con todo tu poder." Y "amarás a tu prójimo como a ti mismo."
(Deut. 6:4, 5; Lev. 19: 18.) El Maestro es el mismo en las dos dispensaciones. Las
demandas de Dios son las mismas. Los principios de su gobierno son los mismos.
Porque todo procede de Aquel "en el cual no hay mudanza, ni sombra de
variación." (Sant. 1:17.)
PATRIARCAS Y PROFETAS
ELENA G. DE WHITE
Bendiciones
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario