jueves, 2 de diciembre de 2010

El Templo de Dios

EL PASAJE bíblico que más que ninguno había sido el fundamento y el pilar central de la fe adventista era
la declaración: "Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario."
(Daniel 8: 14, V.M.) Estas palabras habían sido familiares para todos los que creían en la próxima venida
del Señor. La profecía que encerraban era repetida como santo y seña de su fe por miles de bocas. Todos
sentían que sus esperanzas más gloriosas y más queridas dependían de los acontecimientos en ella
predichos. Había quedado demostrado que aquellos días proféticos terminaban en el otoño del año 1844.
En común con el resto del mundo cristiano, los adventistas creían entonces que la tierra, o alguna parte de
ella, era el santuario. Entendían que la purificación del santuario era la purificación de la tierra por medio
del fuego del último y supremo día, y que ello se verificaría en el segundo advenimiento. De ahí que
concluyeran que Cristo volvería a la tierra en 1844.
Pero el tiempo señalado había pasado, y el Señor no había aparecido. Los creyentes sabían que la Palabra
de Dios no podía fallar; su interpretación de la profecía debía estar pues errada; ¿pero dónde estaba el
error? Muchos cortaron sin más ni más el nudo de la dificultad negando que los 2.300 días terminasen en
1844. Este aserto no podía apoyarse con prueba alguna, a no ser con la de que Cristo no había venido en el
momento en que se le esperaba. Alegábase que si los días proféticos hubiesen terminado en 1844, Cristo
habría vuelto entonces para limpiar el santuario mediante la purificación de la tierra por fuego, y que como
no había venido, los días no podían haber terminado. 462
Aceptar estas conclusiones equivalía a renunciar a los cómputos anteriores de los períodos proféticos. Se
había comprobado que los 2.300 días principiaron cuando entró en vigor el decreto de Artajerjes
ordenando la restauración y edificación de Jerusalén, en el otoño del año 457 ant. de C. Tomando esto
como punto de partida, había perfecta armonía en la aplicación de todos los acontecimientos predichos en
la explicación de ese período hallada en Daniel 9:25 - 27. Sesenta y nueve semanas, o los 483 primeros
años de los 2.300 años debían alcanzar hasta el Mesías, el Ungido; y el bautismo de Cristo y su unción por
el Espíritu Santo, en el año 27 de nuestra era, cumplían exactamente la predicción. En medio de la
septuagésima semana, el Mesías había de ser muerto. Tres años y medio después de su bautismo, Cristo fue
crucificado, en la primavera del año 31. Las setenta semanas, o 490 años, les tocaban especialmente a los
judíos. Al fin del período, la nación selló su rechazamiento de Cristo con la persecución de sus discípulos,
y los apóstoles se volvieron hacia los gentiles en el año 34 de nuestra era. Habiendo terminado entonces los
490 primeros años de los 2.300, quedaban aún 1.810 años. Contando desde el año 34, 1.810 años llegan a
1844. "Entonces -había dicho el ángel- será purificado el Santuario." Era indudable que todas las anteriores
predicciones de la profecía se habían cumplido en el tiempo señalado.
En ese cálculo, todo era claro y armonioso, menos la circunstancia de que en 1844 no se veía
acontecimiento alguno que correspondiese a la purificación del santuario. Negar que los días terminaban en
esa fecha equivalía a confundir todo el asunto y a abandonar creencias fundadas en el cumplimiento
indudable de las profecías.
Pero Dios había dirigido a su pueblo en el gran movimiento adventista; su poder y su gloria habían
acompañado la obra, y él no permitiría que ésta terminase en la obscuridad y en un chasco, para que se la
cubriese de oprobio como si fuese una mera excitación mórbida y producto del fanatismo. No iba a dejar
463 su Palabra envuelta en dudas e incertidumbres. Aunque muchos abandonaron sus primeros cálculos de
los períodos proféticos, y negaron la exactitud del movimiento basado en ellos, otros no estaban dispuestos
a negar puntos de fe y de experiencia que estaban sostenidos por las Sagradas Escrituras y por el testimonio
del Espíritu de Dios. Creían haber adoptado en sus estudios de las profecías sanos principios de
interpretación, y que era su deber atenerse firmemente a las verdades ya adquiridas, y seguir en el mismo
camino de la investigación bíblica. Orando con fervor, volvieron a considerar su situación, y estudiaron las
Santas Escrituras para descubrir su error. Como no encontraran ninguno en sus cálculos de los períodos
proféticos, fueron inducidos a examinar más de cerca la cuestión del santuario.
En sus investigaciones vieron que en las Santas Escrituras no hay prueba alguna en apoyo de la creencia
general de que la tierra es el santuario; pero encontraron en la Biblia una explicación completa de la
cuestión del santuario, su naturaleza, su situación y sus servicios; pues el testimonio de los escritores
sagrados era tan claro y tan amplio que despejaba este asunto de toda duda. El apóstol Pablo dice en su
Epístola a los Hebreos: "En verdad el primer pacto también tenía reglamentos del culto, y su santuario que
lo era de este mundo. Porque un tabernáculo fue preparado, el primero, en que estaban el candelabro y la
mesa y los panes de la proposición; el cual se llama el Lugar Santo. Y después del segundo velo, el
tabernáculo que se llama el Lugar Santísimo: que contenía el incensario de oro y el arca del pacto, cubierta
toda en derredor de oro, en la cual estaba el vaso de oro que contenía el maná, y la vara de Aarón que
floreció, y las tablas del pacto; y sobre ella, los querubines de gloria, que hacían sombra al propiciatorio."
(Hebreos 9: 1-5, V.M.)
El santuario al cual se refiere aquí San Pablo era el tabernáculo construido por Moisés a la orden de Dios
como morada terrenal del Altísimo. "Me harán un santuario, para que yo 464 habite en medio de ellos"
(Éxodo 25: 8, V.M.), había sido la orden dada a Moisés mientras estaba en el monte con Dios. Los
israelitas estaban peregrinando por el desierto, y el tabernáculo se preparó de modo que pudiese ser llevado
de un lugar a otro; no obstante era una construcción de gran magnificencia. Sus paredes consistían en
tablones ricamente revestidos de oro y asegurados en basas de plata, mientras que el techo se componía de
una serie de cortinas o cubiertas, las de fuera de pieles, y las interiores de lino fino magníficamente
recamado con figuras de querubines. A más del atrio exterior, donde se encontraba el altar del holocausto,
el tabernáculo propiamente dicho consistía en dos departamentos llamados el lugar santo y el lugar
santísimo, separados por rica y magnífica cortina, o velo; otro velo semejante cerraba la entrada que
conducía al primer departamento.
En el lugar santo se encontraba hacia el sur el candelabro, con sus siete lámparas que alumbraban el
santuario día y noche; hacia el norte estaba la mesa de los panes de la proposición; y ante el velo que
separaba el lugar santo del santísimo estaba el altar de oro para el incienso, del cual ascendía diariamente a
Dios una nube de sahumerio junto con las oraciones de Israel.
En el lugar santísimo se encontraba el arca, cofre de madera preciosa cubierta de oro, depósito de las dos
tablas de piedra sobre las cuales Dios había grabado la ley de los diez mandamientos. Sobre el arca, a guisa
de cubierta del sagrado cofre, estaba el propiciatorio, verdadera maravilla artística, coronada por dos
querubines, uno en cada extremo y todo de oro macizo. En este departamento era donde se manifestaba la
presencia divina en la nube de gloria entre los querubines.
Después que los israelitas se hubieron establecido en Canaán el tabernáculo fue reemplazado por el templo
de Salomón, el cual, aunque edificio permanente y de mayores dimensiones, conservaba las mismas
proporciones y el mismo amueblado. El santuario subsistió así -menos durante el plazo 465 en que
permaneció en ruinas en tiempo de Daniel- hasta su destrucción por los romanos, en el año 70 de nuestra
era.
Tal fue el único santuario que haya existido en la tierra y del cual la Biblia nos dé alguna información. San
Pablo dijo de él que era el santuario del primer pacto. Pero ¿no tiene el nuevo pacto también el suyo?
Volviendo al libro de los Hebreos, los que buscaban la verdad encontraron que existía un segundo
santuario, o sea el del nuevo pacto, al cual se alude en las palabras ya citadas del apóstol Pablo: "En verdad
el primer pacto también tenía reglamentos del culto, y su santuario que lo era de este mundo." El uso de la
palabra "también" implica que San Pablo ha hecho antes mención de este santuario. Volviendo al principio
del capítulo anterior, se lee: "Lo principal, pues, entre las cosas que decimos es esto: Tenemos un tal sumo
sacerdote que se ha sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; ministro del santuario, y del
verdadero tabernáculo, que plantó el Señor, y no el hombre." (Hebreos 8: 1, 2, V.M.)
Aquí tenemos revelado el santuario del nuevo pacto. El santuario del primer pacto fue asentado por el
hombre, construido por Moisés; éste segundo es asentado por el Señor, no por el hombre. En aquel
santuario los sacerdotes terrenales desempeñaban el servicio; en éste es Cristo, nuestro gran Sumo
Sacerdote, quien ministra a la diestra de Dios. Uno de los santuarios estaba en la tierra, el otro está en el
cielo.
Además, el tabernáculo construido por Moisés fue hecho según un modelo. El Señor le ordenó: "Conforme
a todo lo que yo te mostrare, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus vasos, así lo haréis." Y le
mandó además: "Mira, y hazlos conforme a su modelo, que te ha sido mostrado en el monte." (Éxodo 25:
9, 40.) Y San Pablo dice que el primer tabernáculo "era una parábola para aquel tiempo entonces presente;
conforme a la cual se ofrecían dones y sacrificios;" que sus santos lugares eran "representaciones de las
cosas celestiales;" que los sacerdotes que presentaban las ofrendas 466 según la ley, ministraban lo que era
"la mera representación y sombra de las cosas celestiales," y que "no entró Cristo en un lugar santo hecho
de mano, que es una mera representación del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora
delante de Dios por nosotros." (Hebreos 9: 9, 23; 8: 5; 9: 24, V.M.)
El santuario celestial, en el cual Jesús ministra, es el gran modelo, del cual el santuario edificado por
Moisés no era más que trasunto. Dios puso su Espíritu sobre los que construyeron el santuario terrenal. La
pericia artística desplegada en su construcción fue una manifestación de la sabiduría divina. Las paredes
tenían aspecto de oro macizo, y reflejaban en todas direcciones la luz de las siete lámparas del candelero de
oro. La mesa de los panes de la proposición y el altar del incienso relucían como oro bruñido. La magnífica
cubierta que formaba el techo, recamada con figuras de ángeles, en azul, púrpura y escarlata, realzaba la
belleza de la escena. Y más allá del segundo velo estaba la santa shekina, la manifestación visible de la
gloria de Dios, ante la cual sólo el sumo sacerdote podía entrar y sobrevivir.
El esplendor incomparable del tabernáculo terrenal reflejaba a la vista humana la gloria de aquel templo
celestial donde Cristo nuestro precursor ministra por nosotros ante el trono de Dios. La morada del Rey de
reyes, donde miles y miles ministran delante de él, y millones de millones están en su presencia (Daniel
7:10); ese templo, lleno de la gloria del trono eterno, donde los serafines, sus flamantes guardianes, cubren
sus rostros en adoración, no podía encontrar en la más grandiosa construcción que jamás edificaran manos
humanas, más que un pálido reflejo de su inmensidad y de su gloria. Con todo, el santuario terrenal y sus
servicios revelaban importantes verdades relativas al santuario celestial y a la gran obra que se llevaba allí
a cabo para la redención del hombre.
Los lugares santos del santuario celestial están representados por los dos departamentos del santuario
terrenal. Cuando 467 en una visión le fue dado al apóstol Juan que viese el templo de Dios en el cielo,
contempló allí "siete lámparas de fuego ardiendo delante del trono." (Apocalipsis 4: 5, V.M.) Vio un ángel
que tenía "en su mano un incensario de oro; y le fue dado mucho incienso, para que lo añadiese a las
oraciones de todos los santos, encima del altar de oro que estaba delante del trono." (Apocalipsis 8: 3,
V.M.) Se le permitió al profeta contemplar el primer departamento del santuario en el cielo; y vio allí las
"siete lámparas de fuego" y el "altar de oro" representados por el candelabro de oro y el altar de incienso en
el santuario terrenal. De nuevo, "fue abierto el templo de Dios" (Apocalipsis 11: 19, V.M.), y miró hacia
adentro del velo interior, el lugar santísimo. Allí vio "el arca de su pacto," representada por el cofre sagrado
construido por Moisés para guardar la ley de Dios.
Así fue como los que estaban estudiando ese asunto encontraron pruebas irrefutables de la existencia de un
santuario en el cielo. Moisés hizo el santuario terrenal según un modelo que le fue enseñado. San Pablo
declara que ese modelo era el verdadero santuario que está en el cielo. Y San Juan afirma que lo vio en el
cielo.
En el templo celestial, la morada de Dios, su trono está asentado en juicio y en justicia. En el lugar
santísimo está su ley, la gran regla de justicia por la cual es probada toda la humanidad. El arca, que
contiene las tablas de la ley, está cubierta con el propiciatorio, ante el cual Cristo ofrece su sangre a favor
del pecador. Así se representa la unión de la justicia y de la misericordia en el plan de la redención
humana. Sólo la sabiduría infinita podía idear semejante unión, y sólo el poder infinito podía realizarla; es
una unión que llena todo el cielo de admiración y adoración. Los querubines del santuario terrenal que
miraban reverentemente hacia el propiciatorio, representaban el interés con el cual las huestes celestiales
contemplan la obra de redención. Es el misterio de misericordia que los ángeles desean contemplar, a
saber: que Dios puede 468 ser justo al mismo tiempo que justifica al pecador arrepentido y reanuda sus
relaciones con la raza caída; que Cristo pudo humillarse para sacar a innumerables multitudes del abismo
de la perdición y revestirlas con las vestiduras inmaculadas de su propia justicia, a fin de unirlas con
ángeles que no cayeron jamás y permitirles vivir para siempre en la presencia de Dios.
La obra mediadora de Cristo en favor del hombre se presenta en esta hermosa profecía de Zacarías relativa
a Aquel "cuyo nombre es El Vástago." El profeta dice: "Sí, edificará el Templo de Jehová, y llevará sobre
sí la gloria; y se sentará y reinará sobre su trono, siendo Sacerdote sobre su trono; y el consejo de la paz
estará entre los dos." (Zacarías 6: 12, 13, V.M.)
"Sí, edificará el Templo de Jehová." Por su sacrificio y su mediación, Cristo es el fundamento y el
edificador de la iglesia de Dios. El apóstol Pablo le señala como "la piedra principal del ángulo: en la cual
todo el edificio, bien trabado consigo mismo, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien -
dice- vosotros también sois edificados juntamente, para ser morada de Dios, en virtud del Espíritu."
(Efesios 2: 20-22, V.M.)
"Y llevará sobre sí la gloria." Es a Cristo a quien pertenece la gloria de la redención de la raza caída. Por
toda la eternidad, el canto de los redimidos será: "A Aquel que nos ama, y nos ha lavado de nuestros
pecados en su misma sangre, . . . a él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos." (Apocalipsis 1:
5, 6, V.M.)
"Y se sentará y reinará sobre su trono, siendo Sacerdote sobre su trono." No todavía "sobre el trono de su
gloria;" el reino de gloria no le ha sido dado aún. Solo cuando su obra mediadora haya terminado, "le dará
el Señor Dios el trono de David su padre," un reino del que "no habrá fin." (S. Lucas 1: 32, 33.) Como
sacerdote, Cristo está sentado ahora con el Padre en su trono. (Apocalipsis 3: 21.) En el trono, en compañía
469 del Dios eterno que existe por sí mismo, está Aquel que "ha llevado nuestros padecimientos, y con
nuestros dolores . . . se cargó," quien fue "tentado en todo punto, así como nosotros, mas sin pecado," para
que pudiese "también socorrer a los que son tentados." "Si alguno pecare, abogado tenemos para con el
Padre, a saber, a Jesucristo el justo. " (Isaías 53: 4; Hebreos 4: 15; 2: 18; 1 Juan 2: 1, V.M.) Su intercesión
es la de un cuerpo traspasado y quebrantado y de una vida inmaculada. Las manos heridas, el costado
abierto, los pies desgarrados, abogan en favor del hombre caído, cuya redención fue comprada a tan
infinito precio.
"Y el consejo de la paz estará entre los dos." El amor del Padre, no menos que el del Hijo, es la fuente de
salvación para la raza perdida. Jesús había dicho a sus discípulos antes de irse: "No os digo, que yo rogaré
al Padre por vosotros; pues el mismo Padre os ama." (S. Juan 16: 26, 27.) "Dios estaba en Cristo,
reconciliando consigo mismo al mundo." (2 Corintios 5: 19, V.M.) Y en el ministerio del santuario
celestial, "el consejo de la paz estará entre los dos." "De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna." (S. Juan 3: 16, V.M.)
Las Escrituras contestan con claridad a la pregunta: ¿Qué es el santuario? La palabra "santuario," tal cual la
usa la Biblia, se refiere, en primer lugar, al tabernáculo que construyó Moisés, como figura o imagen de las
cosas celestiales; y, en segundo lugar, al "verdadero tabernáculo" en el cielo, hacia el cual señalaba el
santuario terrenal. Muerto Cristo, terminó el ritual típico. El "verdadero tabernáculo" en el cielo es el
santuario del nuevo pacto. Y como la profecía de Daniel 8:14 se cumple en esta dispensación, el santuario
al cual se refiere debe ser el santuario del nuevo pacto. Cuando terminaron los 2.300 días, en 1844, hacía
muchos siglos que no había santuario en la tierra. De manera que la profecía: "Hasta dos mil y trescientas
tardes y mañanas; entonces será purificado el 470 Santuario," se refiere indudablemente al santuario que
está en el cielo.
Pero queda aún la pregunta más importante por contestar: ¿Qué es la purificación del santuario? En el
Antiguo Testamento se hace mención de un servicio tal con referencia al santuario terrenal. ¿Pero puede
haber algo que purificar en el cielo? En el noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos, se menciona
claramente la purificación de ambos santuarios, el terrenal y el celestial. "Según la ley, casi todas las cosas
son purificadas con sangre; y sin derramamiento de sangre no hay remisión. Fue pues necesario que las
representaciones de las cosas celestiales fuesen purificadas con estos sacrificios, pero las mismas cosas
celestiales, con mejores sacrificios que éstos" (Hebreos 9: 22, 23, V.M.), a saber, la preciosa sangre de
Cristo.
En ambos servicios, el típico y el real, la purificación debe efectuarse con sangre; en aquél con sangre de
animales; en éste, con la sangre de Cristo. San Pablo dice que la razón por la cual esta purificación debe
hacerse con sangre, es porque sin derramamiento de sangre no hay remisión. La remisión, o sea el acto de
quitar los pecados, es la obra que debe realizarse. ¿Pero como podía relacionarse el pecado con el santuario
del cielo o con el de la tierra? Puede saberse esto estudiando el servicio simbólico, pues los sacerdotes que
oficiaban en la tierra, ministraban "lo que es la mera representación y sombra de las cosas celestiales."
(Hebreos 8: 5, V.M.)
El servicio del santuario terrenal consistía en dos partes; los sacerdotes ministraban diariamente en el lugar
santo, mientras que una vez al año el sumo sacerdote efectuaba un servicio especial de expiación en el
lugar santísimo, para purificar el santuario. Día tras día el pecador arrepentido llevaba su ofrenda a la
puerta del tabernáculo, y poniendo la mano sobre la cabeza de la víctima, confesaba sus pecados,
transfiriéndolos así figurativamente de sí mismo a la víctima inocente. Luego se mataba el animal. "Sin
derramamiento de sangre," dice el apóstol, no hay remisión de pecados. "La vida de la carne en 471 la
sangre está." (Levítico 17: 11.) La ley de Dios quebrantada exigía la vida del transgresor. La sangre, que
representaba la vida comprometida del pecador, cuya culpa cargaba la víctima, la llevaba el sacerdote al
lugar santo y la salpicaba ante el velo, detrás del cual estaba el arca que contenía la ley que el pecador
había transgredido. Mediante esta ceremonia, el pecado era transferido figurativamente, por intermedio de
la sangre, al santuario. En ciertos casos, la sangre no era llevada al lugar santo; pero el sacerdote debía
entonces comer la carne, como Moisés lo había mandado a los hijos de Aarón, diciendo: "Dióla él a
vosotros para llevar la iniquidad de la congregación." (Levítico 10: 17.) Ambas ceremonias simbolizaban
por igual la transferencia del pecado del penitente al santuario.
Tal era la obra que se llevaba a cabo día tras día durante todo el año. Los pecados de Israel eran
transferidos así al santuario, y se hacía necesario un servicio especial para eliminarlos. Dios mandó que se
hiciera una expiación por cada uno de los departamentos sagrados. "Así hará expiación por el Santuario, a
causa de las inmundicias de los hijos de Israel y de sus transgresiones, con motivo de todos sus pecados. Y
del mismo modo hará con el Tabernáculo de Reunión, que reside con ellos, en medio de sus inmundicias."
Debía hacerse también una expiación por el altar: "Lo purificará y lo santificará, a causa de las inmundicias
de los hijos de Israel." (Levítico 16: 16, 19, V.M.)
Una vez al año, en el gran día de las expiaciones, el sacerdote entraba en el lugar santísimo para purificar el
santuario. El servicio que se realizaba allí completaba la serie anual de los servicios. En el día de las
expiaciones se llevaban dos machos cabríos a la entrada del tabernáculo y se echaban suertes sobre ellos,
"la una suerte para Jehová y la otra para Azazel." (Vers. 8.) El macho cabrío sobre el cual caía la suerte
para Jehová debía ser inmolado como ofrenda por el pecado del pueblo. Y el sacerdote debía llevar velo
adentro la sangre de aquél y rociarla sobre el propiciatorio y delante de él. También había 472 que rociar
con ella el altar del incienso, que se encontraba delante del velo.
"Y pondrá Aarón entrambas manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las
iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus transgresiones, a causa de todos sus pecados, cargándolos así
sobre la cabeza del macho cabrío, y le enviará al desierto por mano de un hombre idóneo. Y el macho
cabrío llevará sobre sí las iniquidades de ellos a tierra inhabitada." (Levítico 16: 21, 22, V.M.) El macho
cabrío emisario no volvía al real de Israel, y el hombre que lo había llevado afuera debía lavarse y lavar sus
vestidos con agua antes de volver al campamento.
Toda la ceremonia estaba destinada a inculcar a los israelitas una idea de la santidad de Dios y de su odio al
pecado; y además hacerles ver que no podían ponerse en contacto con el pecado sin contaminarse. Se
requería de todos que afligiesen sus almas mientras se celebraba el servicio de expiación. Toda ocupación
debía dejarse a un lado, y toda la congregación de Israel debía pasar el día en solemne humillación ante
Dios, con oración, ayuno y examen profundo del corazón.
El servicio típico enseña importantes verdades respecto a la expiación. Se aceptaba un substituto en lugar
del pecador; pero la sangre de la víctima no borraba el pecado. Sólo proveía un medio para transferirlo al
santuario. Con la ofrenda de sangre, el pecador reconocía la autoridad de la ley, confesaba su culpa, y
expresaba su deseo de ser perdonado mediante la fe en un Redentor por venir; pero no estaba aún
enteramente libre de la condenación de la ley. El día de la expiación, el sumo sacerdote, después de haber
tomado una víctima ofrecida por la congregación, iba al lugar santísimo con la sangre de dicha víctima y
rociaba con ella el propiciatorio, encima mismo de la ley, para dar satisfacción a sus exigencias. Luego, en
calidad de mediador, tomaba los pecados sobre sí y los llevaba fuera del santuario. Poniendo sus manos
sobre la cabeza del segundo macho cabrío, confesaba sobre él todos esos pecados, transfiriéndolos 473 así
figurativamente de él al macho cabrío emisario. Este los llevaba luego lejos y se los consideraba como si
estuviesen para siempre quitados y echados lejos del pueblo.
Tal era el servicio que se efectuaba como "mera representación y sombra de las cosas celestiales." Y lo que
se hacía típicamente en el santuario terrenal, se hace en realidad en el santuario celestial. Después de su
ascensión, nuestro Salvador empezó a actuar como nuestro Sumo Sacerdote. San Pablo dice: "No entró
Cristo en un lugar santo hecho de mano, que es una mera representación del verdadero, sino en el cielo
mismo, para presentarse ahora delante de Dios por nosotros." (Hebreos 9: 24, V.M.)
El servicio del sacerdote durante el año en el primer departamento del santuario, "adentro del velo" que
formaba la entrada y separaba el lugar santo del atrio exterior, representa la obra y el servicio a que dio
principio Cristo al ascender al cielo. La obra del sacerdote en el servicio diario consistía en presentar ante
Dios la sangre del holocausto, como también el incienso que subía con las oraciones de Israel. Así es como
Cristo ofrece su sangre ante el Padre en beneficio de los pecadores, y así es como presenta ante él, además,
junto con el precioso perfume de su propia justicia, las oraciones de los creyentes arrepentidos. Tal era la
obra desempeñada en el primer departamento del santuario en el cielo.
Hasta allí siguieron los discípulos a Cristo por la fe cuando se elevó de la presencia de ellos. Allí se
concentraba su esperanza, "la cual -dice San Pablo- tenemos como ancla del alma, segura y firme, y que
penetra hasta a lo que está dentro del velo; adonde, como precursor nuestro, Jesús ha entrado por nosotros,
constituido sumo sacerdote para siempre." "Ni tampoco por medio de la sangre de machos de cabrío y de
terneros, sino por la virtud de su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar santo, habiendo ya
hallado eterna redención." (Hebreos 6: 19, 20; 9: 12, V.M.)
Este ministerio siguió efectuándose durante dieciocho 474 siglos en el primer departamento del santuario.
La sangre de Cristo, ofrecida en beneficio de los creyentes arrepentidos, les aseguraba perdón y aceptación
cerca del Padre, pero no obstante sus pecados permanecían inscritos en los libros de registro. Como en el
servicio típico había una obra de expiación al fin del año, así también, antes de que la obra de Cristo para la
redención de los hombres se complete, queda por hacer una obra de expiación para quitar el pecado del
santuario. Este es el servicio que empezó cuando terminaron los 2.300 días. Entonces, así como lo había
anunciado Daniel el profeta, nuestro Sumo Sacerdote entró en el lugar santísimo, para cumplir la última
parte de su solemne obra: la purificación del santuario.
Así como en la antigüedad los pecados del pueblo eran puestos por fe sobre la víctima ofrecida, y por la
sangre de ésta se transferían figurativamente al santuario terrenal, así también, en el nuevo pacto, los
pecados de los que se arrepienten son puestos por fe sobre Cristo, y transferidos, de hecho, al santuario
celestial. Y así como la purificación típica de lo terrenal se efectuaba quitando los pecados con los cuales
había sido contaminado, así también la purificación real de lo celestial debe efectuarse quitando o borrando
los pecados registrados en el cielo. Pero antes de que esto pueda cumplirse deben examinarse los registros
para determinar quiénes son los que, por su arrepentimiento del pecado y su fe en Cristo, tienen derecho a
los beneficios de la expiación cumplida por él. La purificación del santuario implica por lo tanto una obra
de investigación- una obra de juicio. Esta obra debe realizarse antes de que venga Cristo para redimir a su
pueblo, pues cuando venga, su galardón está con él, para que pueda otorgar la recompensa a cada uno
según haya sido su obra. (Apocalipsis 22:12.)
Así que los que andaban en la luz de la palabra profética vieron que en lugar de venir a la tierra al fin de
los 2.300 días, en 1844, Cristo entró entonces en el lugar santísimo del santuario 475 celestial para cumplir
la obra final de la expiación preparatoria para su venida.
Se vio además que, mientras que el holocausto señalaba a Cristo como sacrificio, y el sumo sacerdote
representaba a Cristo como mediador, el macho cabrío simbolizaba a Satanás, autor del pecado, sobre
quien serán colocados finalmente los pecados de los verdaderamente arrepentidos. Cuando el sumo
sacerdote, en virtud de la sangre del holocausto, quitaba los pecados del santuario, los ponía sobre la
cabeza del macho cabrío para Azazel. Cuando Cristo, en virtud de su propia sangre, quite del santuario
celestial los pecados de su pueblo al fin de su ministerio, los pondrá sobre Satanás, el cual en la
consumación del juicio debe cargar con la pena final. El macho cabrío era enviado lejos a un lugar desierto,
para no volver jamás a la congregación de Israel. Así también Satanás será desterrado para siempre de la
presencia de Dios y de su pueblo, y será aniquilado en la destrucción final del pecado y de los pecadores.

El Conflicto de los Siglos
Elena de white

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