lunes, 16 de agosto de 2010

El Destino del Mundo Predicho

"¡OH SI también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que toca a tu paz! mas ahora está encubierto
de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, que tus enemigos te cercarán con baluarte, y te pondrán cerco, y
de todas partes te pondrán en estrecho, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán sobre
ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación." (S. Lucas 19: 42 - 44.)
Desde lo alto del monte de los Olivos miraba Jesús a Jerusalén, que ofrecía a sus ojos un cuadro de
hermosura y de paz. Era tiempo de Pascua, y de todas las regiones del orbe los hijos de Jacob se habían
reunido para celebrar la gran fiesta nacional. De entre viñedos y jardines como de entre las verdes laderas
donde se veían esparcidas las tiendas de los peregrinos, elevábanse las colinas con sus terrazas, los airosos
palacios y los soberbios baluartes de la capital israelita. La hija de Sión parecía decir en su orgullo: "¡Estoy
sentada reina, y . . . nunca veré el duelo!" porque siendo amada, como lo era, creía estar segura de merecer
aún los favores del cielo como en los tiempos antiguos cuando el poeta rey cantaba: "Hermosa provincia, el
gozo de toda la tierra es el monte de Sión, . . . la ciudad del gran Rey " (Salmo 48: 2.) Resaltaban a la vista
las construcciones espléndidas del templo, cuyos muros de mármol blanco como la nieve estaban entonces
iluminados por los últimos rayos del sol poniente que al hundirse en el ocaso hacía resplandecer el oro de
puertas, torres y pináculos. Y así destacábase la gran ciudad, "perfección de hermosura," orgullo de la
nación judaica. ¡Qué hijo de Israel podía permanecer ante semejante espectáculo sin sentirse conmovido de
gozo y admiración! Pero eran muy ajenos a todo 20esto los pensamientos que embargaban la mente de
Jesús. "Como llego cerca, viendo la ciudad, lloró sobre ella." (S. Lucas. 19: 41.) En medio del regocijo que
provocara su entrada triunfal, mientras el gentío agitaba palmas, y alegres hosannas repercutían en los
montes, y mil voces le proclamaban Rey, el Redentor del mundo se sintió abrumado por súbita y misteriosa
tristeza. El, el Hijo de Dios, el Prometido de Israel, que había vencido a la muerte arrebatándole sus
cautivos, lloraba, no presa de común abatimiento, sino dominado por intensa e irreprimible agonía.
No lloraba por sí mismo, por más que supiera adónde iba. Getsemaní, lugar de su próxima y terrible
agonía, extendíase ante su vista. La puerta de las ovejas divisábase también; por ella habían entrado
durante siglos y siglos la víctimas para el sacrificio, y pronto iba a abrirse para él, cuando "como cordero"
fuera, "llevado al matadero" (Isaías 53: 7) Poco más allá se destacaba el Calvario, lugar de la crucifixión.
Sobre la senda que pronto le tocaría recorrer, iban a caer densas y horrorosas tinieblas mientras él
entregaba su alma en expiación por el pecado. No era, sin embargo, la contemplación de aquellas escenas
lo que arrojaba sombras sobre el Señor en aquellas escenas lo que arrojaba sombras sobre el Señor en
aquella hora de gran regocijo, ni tampoco el presentimiento de su angustia sobrehumana lo que nublaba su
alma generosa. Lloraba por el fatal destino de los millares de Jerusalén, por la ceguedad y por la dureza de
corazón de aquellos a quienes él viniera a bendecir y salvar.
La historia de más de mil años durante los cuales Dios extendiera su favor especial y sus tiernos cuidados
en beneficio de su pueblo escogido, desarrollábase ante los ojos de Jesús. Allí estaba el monte Moriah,
donde el hijo de la promesa, cual mansa víctima que se entrega sin resistencia, fue atado sobre el altar
como emblema del sacrificio del Hijo de Dios. Allí fue donde se lo habían confirmado al padre de los
creyentes el pacto de bendición y la gloriosa promesa de un Mesías. (Génesis 22: 9, 16-18.) Allí era donde
las llamas del 21 sacrificio, al ascender al cielo desde la era de Ornán, habían desviado la espada del ángel
exterminador (1 Crónicas 21), símbolo adecuado del sacrificio de Cristo y de su mediación por los
culpables. Jerusalén había sido honrada por Dios sobre toda la tierra. El Señor había "elegido a Sión;
deseóla por habitación para sí." (Salmo 132:13.) Allí habían proclamado los santos profetas durante siglos
y siglos sus mensajes de amonestación. Allí habían mecido los sacerdotes sus incensarios y había subido
hacia Dios el humo del incienso, mezclado con las plegarias de los adoradores. Allí había sido ofrecida día
tras día la sangre de los corderos sacrificados, que anunciaban al Cordero de Dios que había de venir al
mundo. Allí había manifestado Jehová su presencia en la nube de gloria, sobre el propiciatorio. Allí se
había asentado la base de la escalera mística que unía el cielo con la tierra (Génesis 28:12; S. Juan 1:51),
que Jacob viera en sueños y por la cual los ángeles subían y bajaban, mostrando así al mundo el camino
que conduce al lugar santísimo. De haberse mantenido Israel como nación fiel al Cielo, Jerusalén habría
sido para siempre la elegida de Dios. (Jeremías 17:21 - 25.) Pero la historia de aquel pueblo tan favorecido
era un relato de sus apostasías y sus rebeliones. Había resistido la gracia del Cielo, abusado de sus
prerrogativas y menospreciado sus oportunidades.
A pesar de que los hijos de Israel "hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus
palabras, burlándose de sus profetas" (2 Crónicas 36: 16), el Señor había seguido manifestándoseles como
"Jehová, fuerte, misericordioso, y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad." (Éxodo 34:
6.) Y por más que le rechazaran una y otra vez, de continuo había seguido instándoles con bondad
inalterable. Más grande que la amorosa compasión del padre por su hijo era el solícito cuidado con que
Dios velaba por su pueblo enviándole "amonestaciones por mano de sus mensajeros, madrugando para
enviárselas; porque tuvo compasión 22 de su pueblo y de su morada." (2 Crónicas 36: 15, V.M.) Y al fin,
habiendo fracasado las amonestaciones, las reprensiones y las súplicas, les envió el mejor don del cielo;
más aún, derramó todo el cielo en ese solo Don.

EL CONFLICTO DE LOS SIGLOS
ELENA DE WHITE

Bendiciones!

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